“Nuestra compasión humana nos une los unos a los otros, no con lástima ni condescendencia, sino como seres humanos que hemos aprendido a convertir nuestro sufrimiento común en esperanza para el futuro.”
– Nelson Mandela[1]
Deslizar el dedo por las redes sociales se ha convertido en parte de nuestra vida cotidiana, pero últimamente se parece menos a una conexión con el mundo y más a una ventana hacia una creciente crueldad. Esto quedó dolorosamente claro tras el trágico asesinato de Brian Thompson, un destacado director ejecutivo de una aseguradora médica[2]. Mientras que cualquier pérdida de vida debería invitar a la reflexión solemne, la respuesta estuvo marcada por una inquietante celebración de la violencia. Las redes sociales se inundaron de publicaciones que alababan el acto como una rebelión justificada contra los defectos percibidos del sistema sanitario. Esta reacción no solo despojó a Thompson de su humanidad, sino que redujo un problema social complejo a un solo acto violento. Tales respuestas son síntoma de una desensibilización social más amplia, donde las personas ya no se ven como seres humanos, sino como símbolos a atacar o defender. La capacidad de empatizar y llorar está siendo reemplazada por una cultura tóxica de indignación y vindicación, haciendo que la crueldad sea la norma y no la excepción.
Esta reacción perturbadora refleja un problema social mayor. Desde videos virales de violencia callejera hasta la indiferencia hacia guerras que desplazan a millones, estamos constantemente expuestos a imágenes y narrativas que normalizan la crueldad. La pregunta flota en el aire: ¿Cuándo nos desensibilizamos tanto? ¿En qué momento dejamos de ver la humanidad en los demás? Como sociedad, parece que estamos en una encrucijada, obligados a elegir entre aferrarnos a nuestra compasión o permitir que nos endurezcamos cada vez más.
Nuestra sociedad actual suele describirse como un mundo VUCA [3], término acuñado por el U.S. Army War College para describir los desafíos de la era posterior a la Guerra Fría. El acrónimo significa Volatilidad, Incertidumbre, Complejidad y Ambigüedad, y refleja la naturaleza impredecible, cambiante e interconectada de la vida moderna. Estas condiciones no solo generan estrés y ansiedad a nivel personal; también preparan el terreno para la crueldad social, la desensibilización y la polarización. Por ejemplo, la volatilidad en cómo se difunde la información —a menudo sensacionalista o carente de contexto— crea un entorno donde las personas reaccionan impulsivamente, a veces con crueldad o juicio en lugar de empatía. La incertidumbre, como la que rodea problemas sistémicos como la sanidad o la inestabilidad económica, hace que las personas se sientan impotentes, canalizando su frustración hacia chivos expiatorios. La complejidad surge de los sistemas interconectados de nuestra era digital, donde un solo evento puede desatar indignación global o deshumanización, como se vio en la reacción en línea al asesinato del CEO. Finalmente, la ambigüedad dificulta distinguir hechos de desinformación, permitiendo narrativas falsas que justifican actos crueles bajo la apariencia de justicia.
Estas condiciones generan estrés y ansiedad exacerbados, llevando a comportamientos defensivos o reactivos. El bombardeo constante de información y la presión por adaptarse rápidamente pueden erosionar la empatía y fomentar entornos donde prosperan la crueldad y la negatividad. Las redes sociales amplifican estos efectos al recompensar la indignación y la división. Las publicaciones incendiarias generan más interacción, creando bucles de retroalimentación que normalizan la dureza. En este caos, la tendencia a externalizar frustraciones —a menudo mediante comportamientos crueles— se vuelve más pronunciada. Reconocer este marco VUCA es crucial para entender por qué la sociedad parece cada vez más hostil y polarizada.
Sin embargo, la crueldad suele comenzar de forma sutil, como mecanismo de defensa emocional o válvula de escape para la frustración. Los psicólogos explican que crece cuando las personas experimentan impotencia o ira y dirigen estas emociones hacia otros, a menudo contra quienes perciben como más débiles o moralmente culpables. En redes sociales, la crueldad florece porque el anonimato reduce la empatía. Un estudio sobre los «Efectos Sociales y Psicológicos del Uso de Internet» [4] reveló que es menos probable que las personas consideren el impacto emocional de sus palabras en entornos anónimos. Con el tiempo, la crueldad se autorrefuerza. Las interacciones negativas liberan adrenalina y dopamina, generando una sensación temporal de poder o satisfacción. Este ciclo de recompensa puede volverla adictiva, pues las personas buscan validación mediante “Me gusta”, compartidos o apoyos. De no controlarse, la crueldad se integra a la cultura, perpetuándose mediante modelado social y desensibilización colectiva.
Los efectos de la negatividad van más allá del daño emocional; tienen consecuencias físicas y neurológicas profundas. Al exponernos a contenido negativo —ya sea en redes, noticias o interacciones personales—, el cerebro activa la amígdala, región que procesa el miedo y el estrés. Esto desencadena hormonas como el cortisol y la adrenalina, beneficiosas en ráfagas cortas pero dañinas de forma sostenida. La negatividad prolongada suprime el sistema inmunológico, deteriora la memoria y la concentración, y aumenta el riesgo de ansiedad y depresión. Un estudio de la Universidad de Buffalo halló que los usuarios intensivos de redes sociales presentaban mayores niveles de inflamación crónica (indicada por proteína Creactiva elevada), vinculada a enfermedades cardíacas y diabetes [5]. Además, el cerebro se condiciona para buscar negatividad, creando un ciclo de estrés constante y menor resiliencia emocional.
Estos efectos no se limitan a individuos. Se extienden a familias, lugares de trabajo y comunidades, contribuyendo a una cultura de estrés elevado y bienestar emocional reducido. Sin embargo, el cerebro humano es notablemente adaptable. Así como puede condicionarse a la negatividad, también puede reentrenarse para la compasión y la positividad —un concepto reconocido hace siglos—. Zayd Al-Balkhi, erudito del siglo IX y pionero de la salud mental, enfatizó la interconexión entre salud espiritual, emocional y física. Creía que cultivar hábitos positivos podía rejuvenecer el alma, contrarrestar el deterioro emocional y fomentar la resiliencia, mucho antes de que la neurociencia moderna confirmara la adaptabilidad cerebral [6]. Al-Balkhi recomendaba prácticas como rodearse de entornos edificantes, evitar la exposición a la negatividad y reflexionar regularmente en gratitud. Por ejemplo, dedicar tiempo diario a reconocer bendiciones fomenta alegría y satisfacción, mientras que equilibrar trabajo y descanso mantiene la claridad mental. Investigaciones modernas respaldan estas enseñanzas. En la Universidad de Duke, se comprobó que reflexionar sobre tres experiencias positivas al día mejoraba significativamente el estado de ánimo, reducía el estrés y optimizaba el sueño [7]. Otro estudio reveló que incluso una semana de exposición a contenido positivo aumentaba el optimismo y disminuía los niveles de estrés [8]. Estos hallazgos subrayan el poder transformador de la positividad intencional.
La Dra. Barbara Fredrickson, investigadora líder en psicología positiva, ha demostrado a través de su teoría de “ampliar y construir” que las emociones positivas pueden expandir la mentalidad de un individuo, fomentando mayor resiliencia, creatividad y empatía [9]. Cuando las personas practican gratitud, optimismo y conciencia plena, están mejor equipadas para acercarse a los demás con comprensión y amabilidad. Este efecto dominó trasciende el bienestar personal, influyendo en cómo las comunidades interactúan y responden a los desafíos. Al crear intencionalmente entornos edificantes y modelar compasión, podemos contrarrestar la cultura de negatividad y crueldad que impregna la sociedad moderna. En un mundo donde la dureza suele dominar, pequeños actos de positividad —respaldados tanto por la sabiduría ancestral como por la ciencia actual— pueden reconstruir colectivamente la compasión social y fomentar un giro hacia la bondad en espacios tanto privados como públicos.
Como adultos, tenemos una profunda responsabilidad de modelar compasión y empatía para las generaciones más jóvenes. Los niños y adolescentes aprenden no solo de lo que decimos, sino de cómo actuamos. Cuando participamos en crueldad en línea, hablamos con dureza o fallamos en demostrar amabilidad, normalizamos estos comportamientos para ellos, enviando el mensaje de que son aceptables. Por el contrario, al modelar paciencia, comprensión y generosidad, les mostramos que la bondad no es debilidad, sino una fortaleza que construye relaciones significativas y contribuye a un mundo mejor.
La parentalidad y la educación son clave para cultivar empatía. Enseñar inteligencia emocional —como ayudar a los niños a reconocer y gestionar sus emociones— sienta las bases para relaciones interpersonales saludables. Las escuelas pueden implementar programas que fomenten debates respetuosos, enseñen escucha activa y ofrezcan oportunidades para resolver problemas colaborativamente. Modelar el perdón —tanto en relaciones personales como en disputas públicas— demuestra que la reconciliación no solo es posible, sino esencial para el bienestar emocional y social.
A nivel social, líderes, influencers e instituciones deben promover la empatía y crear espacios que prioricen la comprensión sobre la división. Iniciativas que reúnan a personas de distintos orígenes culturales o socioeconómicos pueden ayudar a tender puentes y fomentar respeto mutuo. Las figuras públicas, especialmente aquellas con plataformas influyentes, tienen la oportunidad única de marcar el tono al promover mensajes de bondad y asumir responsabilidad cuando cometen errores. Instituciones —desde empresas hasta organizaciones comunitarias— pueden implementar políticas que premien la colaboración y la inclusión, creando entornos donde la empatía florezca.
Además, las empresas de medios y tecnología tienen una responsabilidad significativa en moldear la narrativa cultural. Los algoritmos que priorizan la indignación y la división podrían ajustarse para amplificar interacciones positivas y diálogos constructivos. Campañas que destaquen historias de compasión, resiliencia y unidad pueden inspirar a individuos y comunidades a elegir empatía sobre hostilidad. Investigaciones del Greater Good Science Center de la Universidad de California en Berkeley muestran que la exposición a historias edificantes y actos de bondad aumenta la probabilidad de que las personas realicen conductas prosociales, creando un efecto dominó de positividad [10].
En última instancia, la responsabilidad de nutrir la compasión se extiende a todos los ámbitos de la sociedad. Ya sea como padres, educadores, líderes o individuos, debemos reconocer el poder de nuestras acciones para moldear el mundo que heredarán las futuras generaciones. Al elegir conscientemente modelar empatía y comprensión, podemos inspirar a la próxima generación a construir una sociedad más amable, conectada y compasiva.
El Corán nos recuerda bellamente: “Haz el bien a los demás pues Dios te ha hecho bien a ti (por medio de Su Gracia pura)” (28:77). Este versículo nos llama a reflejar la misericordia divina en nuestras acciones. Al encarnar estos valores, podemos cultivar una cultura donde la empatía no sea solo un ideal, sino una práctica cotidiana.
Estamos verdaderamente en una encrucijada. Por un lado, el camino de la desensibilización, donde la crueldad se vuelve segunda naturaleza y la negatividad domina nuestras mentes y cuerpos. Por el otro, el camino de la humanidad: uno de compasión, comprensión y positividad intencional.
La elección que hagamos hoy moldeará no solo nuestras vidas, sino también las de las generaciones futuras. En una época definida por el cambio acelerado y la incertidumbre, nuestras acciones colectivas tienen el poder de determinar si la crueldad o la compasión se convertirán en la norma cultural dominante. Cada acto de bondad —por pequeño que sea— refuerza el valor de la empatía en nuestra experiencia humana compartida. Una pausa reflexiva antes de reaccionar —ya sea en una discusión en línea acalorada o en un conflicto cara a cara— demuestra la fortaleza necesaria para priorizar la comprensión sobre la ira. Cada decisión de amplificar lo positivo sobre lo negativo —como compartir historias inspiradoras u ofrecer palabras de aliento— se convierte en un oleaje en el tejido social.
Cuando estas elecciones individuales se repiten y modelan consistentemente, trascienden actos aislados y se convierten en hábitos. Juntos, estos hábitos construyen una cultura donde la compasión no es una opción ocasional, sino una parte arraigada de la vida diaria. Tal cultura fomenta resiliencia, unidad y esperanza —cualidades urgentemente necesarias en un mundo plagado de división y desesperanza—. Al elegir la compasión hoy, sentamos las bases para un futuro donde la bondad no sea vista como una excepción, sino como la expectativa; un futuro donde las generaciones venideras miren este momento como el punto de inflexión hacia una sociedad más empática y humana.
Notas
- http://www.mandela.gov.za/mandela_speeches/2000/001206_healing.htm
- https://www.theatlantic.com/ideas/archive/2024/12/astonishing-level-dehumanization/681189/
- https://www.vuca-world.org/where-does-the-term-vuca-come-from/
- https://pmc.ncbi.nlm.nih.gov/articles/PMC4789623/
- https://www.buffalo.edu/news/releases/2022/01/022.html
- https://iamphome.org/abu-zayd-al-balkhis-sustenance-of-the-soul-the-cognitive-behavior-therapy-of-a-ninth-century-physician/
- https://dhwblog.dukehealth.org/reflect-on-three-good-things/
- https://ggsc.berkeley.edu/images/uploads/GGSC-JTF_White_Paper-Gratitude-FINAL.pdf
- https://positivepsychology.com/broaden-build-theory/#:~:text=What%20is%20Fredrickson’s%20Broaden%2Dand,their%20personal%20resources%20over%20time.
- https://ggsc.berkeley.edu/images/uploads/GGSC-JTF_White_Paper-Gratitude-FINAL.pdf