El mundo se ha vuelto sorprendentemente pequeño. Las comunicaciones masivas, los viajes globales y la interdependencia económica han creado un escenario en el que ya no podemos vivir aislados como individuos o comunidades, como quizá era posible en el pasado. Naciones y comunidades que antes apenas se conocían ahora observan las vidas y realidades de los demás en tiempo real a través de la televisión e Internet. Gobiernos que antes se apoyaban en el secretismo y la sumisión se encuentran ahora expuestos, desconcertados e incluso derrocados por la divulgación masiva de sus actos tiránicos y por la valentía de aquellos que se resisten, ante la mirada de todo el mundo. Regiones que prosperaban en burbujas de riqueza, aisladas de la pobreza y el estancamiento de otras zonas, ven sus economías sacudidas por la volatilidad, mientras la globalización entrelaza los hilos del comercio mundial en complejos nudos.
El mundo se ha reducido, y estamos más interconectados que nunca, conociéndonos, influyéndonos y relacionándonos de formas que nunca antes habíamos experimentado en la historia. Sin embargo, no somos iguales. Es cierto que todos somos seres humanos y que estamos sujetos a las mismas condiciones universales de la existencia, como la incertidumbre, el cambio, la pérdida y la muerte. Pero la forma en que enfrentamos estas realidades y el significado que les damos dependen en gran medida de nuestras culturas, antecedentes, lenguas e historias particulares. Es aquí donde surgen las diferencias en la familia humana. No pensamos de la misma manera. No rezamos a los mismos dioses. No elegimos los mismos valores culturales. No compartimos las mismas historias. Interpretamos el mundo y nuestro lugar en él de formas profundamente diferentes.
Frente a estas diferencias, ¿cómo podemos vivir juntos? ¿Es posible la convivencia pacífica a nivel global, regional o incluso en el seno de una misma familia? Y, si es posible, ¿qué elementos son necesarios para alcanzarla? En otras palabras, ¿cuáles son las condiciones previas, filosóficas, sociales, políticas, culturales o de otro tipo, para que personas con diferencias puedan convivir en paz? Estas son preguntas profundas y complejas que, para ser respondidas, requieren plantear aún más interrogantes.
En primer lugar, debemos preguntarnos sobre la historia: ¿Hemos vivido alguna vez en paz como seres humanos? ¿Han coexistido grupos de diferentes creencias durante largos períodos sin intentar oprimir o eliminar a los demás? Responder a estas cuestiones exige un estudio extenso y riguroso de la historia mundial.
Si llegamos a la conclusión de que en ciertas situaciones se ha logrado una coexistencia pacífica sostenida, como bajo los otomanos en el siglo XV o en la España del siglo XIII, es necesario identificar los factores que permitieron que esa convivencia tuviera lugar. ¿Cuáles fueron las condiciones específicas, económicas, políticas, sociales, culturales, etc., que hicieron posible esa coexistencia? Estos factores y condiciones son múltiples; diferenciarlos de manera que sean relevantes para nuestra realidad actual requiere un análisis detallado por parte de personas con un alto nivel de preparación y conocimiento.
Una vez identificadas, ¿es posible trasladar las condiciones que permitieron la convivencia pacífica en otros tiempos y lugares al presente, a contextos actuales de conflicto y violencia? ¿Podemos recrear esas condiciones hoy, aunque provengan de épocas pasadas? A primera vista, esto podría parecer sencillo, pero en realidad es sumamente complejo. Las personas cambian de una era a otra, al igual que las ideas sobre lo que es permisible, moral y justo. Estas nociones evolucionan con el tiempo, incluso dentro de una misma cultura, y mucho más entre diferentes culturas. Lo que resultó efectivo en un período anterior, en términos de armonía social y justicia, no puede trasladarse directamente a una nueva era con diferentes concepciones de moralidad, verdad y sociedad. Primero, es necesario traducir esos conceptos; y antes de hacerlo, debemos preguntarnos si dichos factores son siquiera susceptibles de traducción. Las percepciones del mundo pueden haber cambiado tanto en los siglos intermedios que esos conceptos ya no sean viables para el presente.
Si se determina que ciertos factores y condiciones que fomentan la convivencia pacífica pueden trasladarse desde el pasado al mundo actual, deben implementarse de manera integral en los ámbitos social, cultural, político, económico y legal. En muchos casos, esto implicará una reforma profunda de los sistemas sociopolíticos vigentes. Este tipo de transformaciones son difíciles de llevar a cabo, no solo por su magnitud, sino porque, inherentemente, pueden contener las semillas de la violencia y la injusticia. Rara vez se producen sin conflicto. La implementación de nuevas estructuras sociales debe realizarse de forma que minimice o elimine las oportunidades de ruptura, violencia o represalias por parte de aquellos que se sientan marginados o perjudicados por los cambios. De lo contrario, el intento de establecer un nuevo sistema de convivencia pacífica podría, paradójicamente, perpetuar aún más el conflicto violento.
Estas son preguntas que debemos hacernos sobre la historia, pero no podemos detenernos ahí. También es necesario plantearnos cuestiones en torno a las religiones.
¿Cuál es la postura general de nuestras tradiciones religiosas hacia quienes no comparten sus creencias y compromisos? ¿Exigen la eliminación de todos los sistemas de creencias diferentes y de las personas que los sostienen? ¿O promueven la acogida del “extranjero”, de aquellos que creen y viven de manera distinta? En definitiva, ¿se arraigan los fieles en patrones de tolerancia o intolerancia al basarse en sus tradiciones religiosas?
Responder a estas preguntas no es sencillo, ya que las religiones, como entidades históricas que evolucionan con el tiempo, pueden mostrar diferentes actitudes hacia la convivencia pacífica. A lo largo de los siglos, los seguidores de las dos religiones más grandes del mundo, el cristianismo y el islam, han convivido de manera tanto pacífica como conflictiva con personas de otras religiones. Ciertamente, ambas religiones fomentan la coexistencia pacífica en sus textos sagrados y tradiciones. No obstante, también han tenido episodios de violencia por parte de quienes ignoran o tergiversan sus enseñanzas de la convivencia para justificar la violencia y el terrorismo.
Cualquiera que haya sido la intención original de nuestras tradiciones religiosas, lo cierto es que, a lo largo de la historia, se han utilizado para perpetrar algunas de las peores violencias imaginables dentro de la familia humana. Debemos enfrentar este hecho con valentía y con la determinación de convertir a nuestras tradiciones religiosas en actores fundamentales del proyecto de la convivencia pacífica.
El potencial de conflicto religioso en la sociedad es una de las principales razones por las que aquellas que han logrado una cierta medida de paz promueven la tolerancia religiosa como una virtud cívica esencial, implementándola tanto cultural como legalmente. Dadas las diversas y absolutas reivindicaciones de muchas tradiciones religiosas y morales, la tolerancia es, de hecho, lo máximo que podemos pedir de las personas. En una sociedad verdaderamente pluralista, no podemos esperar que personas moralmente comprometidas o devotas abracen o celebren prácticas que, según su fe o ética, consideran pecaminosas, heréticas o abominables. Tampoco podemos esperar que reconozcan la legitimidad de dioses, formas de culto o estilos de vida que consideran falsos. Esperar esto en el ámbito religioso es, en esencia, una forma de intolerancia. No podemos defender, en nombre de la tolerancia, una sociedad que lo tolere todo excepto ciertas convicciones religiosas o morales tradicionales.
La tolerancia, en este contexto, es la capacidad de aceptar o acomodar ideas, creencias y comportamientos que se consideran profundamente problemáticos. Esta virtud cívica es fundamental para el funcionamiento de la sociedad, especialmente en comunidades tan diversas étnica, religiosa y racialmente como las que existen en esta era de globalización. La convivencia diaria en tales sociedades no podrá prosperar sin una práctica básica de la tolerancia. Sin embargo, limitarse a soportar a regañadientes a quienes nos desagradan o con quienes no estamos de acuerdo representa solo el nivel más bajo de crecimiento social. En un mundo ideal, deberíamos aspirar a alcanzar una comprensión y un aprecio más profundos por aquellos que son radicalmente diferentes a nosotros, incluso si no aceptamos ni compartimos sus creencias o prácticas. A veces, sin embargo, la práctica de una tolerancia básica, especialmente en temas de religión, puede ser el mayor logro posible.
Estas son las preguntas que debemos plantearnos en relación con nuestras religiones. Pero no podemos detenernos ahí; también es necesario cuestionarnos a nosotros mismos.
Es fundamental examinar nuestras conciencias y corazones. ¿Estamos realmente comprometidos a convivir con personas diferentes a nosotros? ¿Aceptamos de verdad que, como seres humanos, nunca todos pensaremos, creeremos, rezaremos, viviremos o actuaremos de la misma manera, y que simplemente debemos aprender a vivir con ello? ¿O, por el contrario, resentimos estas realidades y dedicamos nuestros esfuerzos a intentar coaccionar a los demás, buscando que cambien para parecerse más a nosotros? ¿O, habiendo renunciado a cambiar a los demás, nos aislamos en enclaves de similitud, construyendo nuestras vidas de tal manera que no tengamos que interactuar con personas diferentes?
Parte de la razón por la cual la convivencia pacífica es tan desafiante reside en los individuos mismos. Los marcos legales, culturales y sociales que fomentan la convivencia pacífica pueden estar presentes, pero fracasarán si no se cumple una condición esencial: que las personas realmente deseen vivir en paz. Esto no es un hecho garantizado. Aunque comúnmente se piensa y se dice que todos deseamos vivir en paz, esta afirmación no siempre es cierta. No todas las personas desean vivir en paz; a menudo, condicionan sus perspectivas de paz a ciertos requisitos. Por ejemplo, pueden decir: “Quiero paz en mi región, pero no si eso implica ceder parte de nuestra tierra”, o “Deseo paz, pero no si eso permite ataques a nuestro honor nacional”. En otras palabras, decimos que queremos paz, pero no si eso significa renunciar a algo que consideramos más valioso que la propia paz. Para muchos de nosotros, hay cosas que valoramos más que la paz misma.
Incluso en nuestras vidas personales, en nuestras relaciones con familiares y amigos, a menudo mantenemos rencores y enemistades durante años, a pesar de tener numerosas oportunidades para liberarnos de ellos y lograr la paz. ¿Por qué sucede esto? Porque para alcanzar la paz en esas situaciones, tendríamos que renunciar a algo que valoramos más que la paz: la sensación de tener razón, un sentido de superioridad, el deleite perverso que obtenemos al condenar a otros, entre otras cosas. Debemos soltar estos aspectos para crear paz, pero a menudo los preferimos antes que la paz misma. Así, el conflicto y la tensión persisten año tras año, mientras proclamamos, tanto a nosotros mismos como a los demás, que deseamos paz. No estamos siendo honestos con nosotros mismos. Valoramos otras cosas más que la paz.
En última instancia, lograr la convivencia pacífica a nivel individual e interpersonal está vinculado a la capacidad de aceptar la diferencia. ¿Qué tan cómodos estamos con personas que son diferentes a nosotros? ¿Nos sentimos amenazados por ellas? ¿Nos ponemos nerviosos en su presencia? ¿O podemos mantenernos relajados y seguros de nosotros mismos incluso rodeados de personas que creen, lucen y actúan de manera distinta a nosotros? El mundo globalizado de hoy nos exige expandir nuestra capacidad interna para aceptar la diferencia, para no sentirnos amenazados por quienes no son exactamente como nosotros. Todos debemos ampliar nuestras zonas de confort más allá de sus límites actuales.
Estas son las preguntas profundas y difíciles que debemos hacernos a nosotros mismos.
Solo cuando nos entreguemos genuinamente a estas preguntas, con la intención de construir una convivencia pacífica y duradera, podremos aspirar a un futuro que realmente merezca la pena. Es imperativo que todos participemos en esta tarea, tanto religiosos como seculares, liberales como conservadores, todos. De lo contrario, las fuerzas de la globalización que han reducido nuestro mundo podrían dar lugar a nuevas y más salvajes formas de odio, opresión y violencia.
Lograr la convivencia pacífica es, por lo tanto, el desafío más crucial de nuestra era. Debemos dedicarnos a él por completo, utilizando al máximo nuestras capacidades de conocimiento y comprensión, con intenciones sinceras de verdad y justicia, y con el valor necesario para enfrentar los obstáculos que el proceso implica. Sin duda, es posible lograrlo, pero no podemos hacerlo de manera aislada; debemos hacerlo juntos.