La sociedad humana ha experimentado siglos de caos continuo. Como respuesta, hemos buscado incansablemente, a veces de manera disciplinada y otras veces no tanto, formas y métodos para resurgir como seres humanos. Esta búsqueda se ha llevado a cabo en diversos ámbitos, como la educación, la caridad, los medios de comunicación y los lugares de culto. Si tan solo hubiéramos sido capaces de comprometernos siglos atrás con el conocimiento divino y la moralidad del amor promovida por la Luz Infinita, si hubiéramos orientado nuestro destino hacia la eternidad y nos hubiéramos vuelto hacia Dios, sin duda hoy estaríamos erguidos como los «herederos del mundo», con voz y voto en la dirección de su mantenimiento.
En un periodo en el que el mundo estaba sumido en la oscuridad, la civilización floreció y renació gracias a la influencia de los creyentes iluminados. Este resurgimiento fue el resultado de su conocimiento divinamente inspirado y de la moralidad del amor que manifestaron en su tiempo. Si esperamos una civilización o un renacimiento similar en el futuro, debemos comprender que dependen de esta misma dinámica. Abrazar el conocimiento divino y la “moralidad del amor” fue un don de la fe; sin embargo, no se comprendió plenamente el verdadero valor de este regalo, lo que llevó a que, en ciertos momentos, su brillo se viera opacado. En su lugar, la visión materialista del mundo y el poder bruto se confundieron con la verdad. En gran medida, esto sigue siendo cierto en la actualidad.
A pesar de todo, el mundo sigue girando y tenemos la esperanza de que finalmente se realinee con la órbita establecida por el Todopoderoso. Observamos que hay personas en nuestra sociedad que están más determinadas que nunca a encontrar su verdadera esencia y volver a sus valores auténticos. Este esfuerzo busca revivir nuestro espíritu humano genuino.
Durante un período desafortunado, nos dejamos arrastrar, junto con el resto de la humanidad, hacia la madriguera del materialismo, lo que erosionó en nuestras mentes los valores esenciales que hacen a la humanidad única. Como resultado, no solo destronamos al ser humano de su estatus como “la creación más perfecta”, sino que lo rebajamos al nivel de cualquier animal. En nombre del cuestionamiento de antiguas ideas, deshonramos a los seres humanos y a los valores humanistas. Lamentablemente, en aquel entonces no éramos conscientes de la gravedad de nuestro error. Aún nos encontramos fragmentados bajo la influencia de esa conmoción; estamos parados en una encrucijada, incapaces de decidir qué camino tomar.
El ser humano, noble en su esencia, posee derechos inviolables. Nuestras libertades son innegables y estamos dotados de cualidades que superan cualquier forma de gloria y alabanza. Como expresó el fallecido poeta Mehmet Akif Ersoy: “La naturaleza humana es más elevada que la de los ángeles; en ella se ocultan los mundos, y los reinos están plegados”.
Despreciar a la humanidad es ridiculizar el propósito último de nuestro ser; menospreciar a la humanidad implica negar el valor del espíritu creador. El ser humano es un ser excepcional, demasiado sublime para ser degradado y humillado; posee características y cualidades intrínsecas que no pueden ser comprometidas. No se debe privar a las personas de su libertad ni someterlas a opresión. No se puede tiranizar ni abusar de los seres humanos. Todo esto constituye un ultraje contra el sentido de humanidad, una injusticia hacia el espíritu humano y una gran inmoralidad.
En vista de las circunstancias actuales, es necesario revisar una vez más nuestra concepción de los “valores humanos”.
En primer lugar, nuestras fuentes de conocimiento y los fundamentos de nuestros pensamientos nos instan a respetar a la humanidad. Estas fuentes valoran a los seres humanos como lo más preciado de la creación, y honran nuestro libre albedrío, nuestros derechos inviolables y nuestras libertades como la base sobre la cual construimos nuestra felicidad, tanto en este mundo como en el Más Allá.
Desde la perspectiva de la fe, el conocimiento divino, el amor y las experiencias espirituales sembradas en nuestro potencial, la humanidad se sitúa por encima de los ángeles. Amar a la humanidad es una manifestación de nuestra conexión con el Creador, y, por supuesto, despreciar a la humanidad equivale a una falta de respeto hacia nuestro Creador. Por tanto, lo primero que debemos hacer es restituir a la humanidad los valores que nos han sido arrebatados y esforzarnos en criar nuevas generaciones que aprecien y protejan estos valores por toda la eternidad.
En segundo lugar, es de vital importancia considerar el concepto de comunidad. Debemos fomentar comunidades basadas en ideales nobles, en los que los sentimientos, pensamientos y espíritus de los individuos se comprometan de manera racional y espiritual. La verdadera moralidad se manifiesta cuando los individuos forman parte de una comunidad próspera y floreciente de este tipo. La moralidad o inmoralidad de aquellos que se aíslan de la sociedad carece de relevancia, ya que su forma de vida solo afecta a ellos mismos. Por ejemplo, el islam promueve la vida en comunidad y considera que soportar los desafíos que puedan surgir es una lucha sagrada. En última instancia, una sociedad verdaderamente moral es aquella que promete la felicidad tanto en este mundo como en el Más Allá, y está compuesta por individuos que, mediante su libre albedrío, dedican sus vidas a ideales elevados. En una sociedad así, el poder unificador de la fe, el efecto suavizante del amor y la sublimidad del propósito no permiten que las malas acciones motivadas por el egoísmo prevalezcan. De esta manera, la inmoralidad, que tiene su origen en el egoísmo, no puede prosperar.
El poder trascendente de la fe y vivir con un propósito sincero fusiona las características individuales en la sociedad. Aunque los individuos siguen siendo fieles a sí mismos, se vuelven prácticamente uno con la comunidad, alcanzando una inmensidad y prosperidad que los transforma de una mera gota en un océano, de una sola partícula en el sol y de la nada en el todo. El camino de la existencia atraviesa la nada; la riqueza se nutre de la pobreza; el poder surge de los brazos de la debilidad; la adversidad se convierte en bendición; y la gratitud se transforma en un deleitoso celo. Servir en este camino es el deber más noble y está reservado para aquellos cuyo único propósito es buscar la complacencia del Creador, y el resultado final es la dicha eterna en el Más Allá. Sin embargo, si este puro pensamiento se ve contaminado por el más mínimo conflicto de intereses a nivel personal o grupal, se romperán las conexiones que unen tanto al individuo como a la comunidad con la Divinidad. Estas interrupciones harán que el individuo y, eventualmente, la comunidad se desvíen del verdadero camino.
En un grupo que vincula cada una de sus acciones a Dios, no debería haber cabida para los deseos individuales, ambiciones o preocupaciones personales. Tampoco se deben tener metas e ideales finales que no estén ligados a la eternidad. Una verdadera comunidad es una bendita reunión de individuos que se han sometido a lo eterno. Como afirmó Bediuzzaman, actúan por amor a Dios, comienzan por amor a Dios, hablan por amor a Dios y se reúnen por amor a Dios. Sus acciones están en el dominio de la buena voluntad de Dios, donde cada segundo de sus vidas se expande de manera tan inmensa como los años, marcando, por así decirlo, las cosas mortales con el sello de la inmortalidad. De hecho, todos sus esfuerzos son genuinos, puros y se dirigen hacia lo que es Eterno de manera excepcional.
No todas las multitudes pueden ser consideradas comunidades. De hecho, en ciertas masas, cuando los individuos se oponen unos a otros, su multitud es más una disminución que un aumento, ya que disminuyen el conjunto, de la misma manera en que las fracciones reducen los números enteros al multiplicarlos. Sin embargo, aquellos que son amigos de los Mensajeros de Dios han sido bendecidos con el espíritu de una verdadera comunidad y son capaces de cumplir con lo que se espera de una comunidad poderosa, a pesar de su pequeño número. Entre ellos, muchos individuos, como Abu Bakr y Umar, los destacados Compañeros del profeta Muhammad (que la paz sea con él), pueden considerarse tan grandes como una comunidad o incluso una nación por mérito propio, y esto no sería una exageración en absoluto. Los apóstoles de Jesús, el Mesías (que la paz sea con él), aunque eran solo un puñado, eran más poderosos que el más imponente de los ejércitos. A lo largo de la historia, los grupos que eran pequeños en número, pero excelentes en calidad han demostrado ser superiores y más fructíferos que las masas que eran abundantes en cantidad.
Al igual que el amor por la moralidad es crucial para disciplinar nuestro propio mundo espiritual, también es el componente más significativo para la estabilidad y el principio vital de la armonía en una sociedad. La veracidad, la garantía de seguridad, la justicia para todos, el cumplimiento de las promesas, las relaciones basadas en confianza y respeto y la conexión con lo espiritual son esenciales para la moralidad y fundamentales para el alma.
La comprensión de la moralidad que hemos heredado, exceptuando quizás las influencias negativas de los últimos siglos, es sumamente rica y sólida. Si somos capaces de vivir de acuerdo con esta comprensión, podremos avanzar desde donde nos encontramos actualmente. Automáticamente superaremos muchos de nuestros problemas sociales y seremos capaces de pensar con claridad, trabajar eficazmente y avanzar a un ritmo más rápido y armonioso, recuperando el tiempo perdido. Si podemos lograr esta tarea, el futuro de nuestra sociedad será más brillante, vibrante y lleno de color que nunca.